Hay carreras y carreras, viajes y viajes. Hay gente y gente, placeres y placeres. Y hay gente con la que viajar para hacer una carrera es un placer.
Me tocó, porque lo elegimos ambos, hacer el viaje hasta Castellón para correr (o lo que quiera que hicíeramos el sábado pasado allá) con Er León. En su coche, con su conducción, su música y su conversación: todo generosidad. A cambio, le hice un bocata con un pan «un poco raro» y lo hice testigo así, sin anestesia y en riguroso directo, de mi cese en el puesto de trabajo que hasta entonces ocupaba en mi empresa . Pero ni a él ni a mí nos importó: íbamos a correr la MiM y teníamos muchas cosas que contarnos antes de llegar a Castellón. ¡Y vaya si lo hicimos!. Nuestra primera maratón juntos fue de conversación. ¡¡Por Dios, que pechá de charlar nos metimos!!.
Luego, el resto de Qs en Castellón, un par de cervezas y un viaje hasta el alojamiento en Alfontdeguilla más una cena proteíca con más cerveza y unas buenas risas para levantarnos a las 4:00 de la mañana del sábado. Dormí poco: los nervios de la carrera y la incidencia laboral me inquietaban y no me dejaron tranquilo, así que apenas descabecé un sueño de un par de horas de forma intermitente.
Con algo de fortuna llegamos puntuales a la línea de salida en lo que parecía un viaje de escolares de primaria: el que no quería hacer caca, quería hacer pipí y el que no, la dos cosas. ¡¡Qué pesaditos nos ponemos, joder!!.
Despedimos a Santi en el tartán de la pista antes del tiro de salida y nos quedamos Moi, Fran, Er León y una servidora esperando la salida, desde la que vamos juntos hasta el kilómetro 7 u 8, no recuerdo bien. A partir de ahí, seguimos Er León y yo juntos hasta el kilómetro 35, echando unas risas y charlando aun más. Creíamos haberlo hablado todo en el coche, pero resultó que no. Fue bonito ponernos retos de 25 o 30 metros: «Hasta la baliza, Perri, hasta la baliza corriendo». «Venga, Perri, crucemos el kilómetro 30 corriendo, nos traerá buena suerte». «Vamos a coger a la de los bastones, Perri». Todo en plan Maripuri, haciendo gala de mi nueva condición y categoría.
Un poco más adelante, ya no puedo recordar cuándo, adelanté a un corredor con el que habíamos «cruzado», riéndonos, el kilómetro 30 al grito de «vamos, Perri, vamos». Al verme solo, sin Antonio, me pregunta: «¿Y el Perri, no viene contigo»?. Si hubiera podido, me hubiese descojonado de risa, pero tenía que estar pendiente de dónde pisaba, porque el terreno fue una verdadera tortura para las plantas de los pies, protegidas apenas por los 12 milímetros de las suelas vibram de las Merrell. ¡¡Qué horror!!.
En mi primera carrera de montaña larga, aquella de Sierra Morena , la mezcla de sensaciones fue un cóctel que amargó casi desde el primer sorbo: aquel cobarde susurrándome al oído, aquel escaso entrenamiento tras semana y media en blanco, ese estómago estragado a base de geles y barritas desde la quinta hora, harto de agua, débil de cabeza y flojo de piernas. Un horror con el que era inevitable comparar y del que aprendí.
Cambié todo para esta carrera: cambié la forma de comer y lo que comía, cómo bebí y lo que bebí y sobre todo, iba plenamente convencido de que podría, de que lo haría. Me ayudó dejar maniatado al puto cobarde que llevó dentro y lo dejé en casa, amordazado en la bañera. Apenas me acordé de él y tengo que reconocer que, como en la peor escena de un thriller patético, llegué a mirar atrás en el kilómetro 50 para ver si el cabronazo habría escapado y me perseguía para hundirme. Esta vez no lo iba a conseguir, no iba a llegar a tiempo para lograrlo.
Ni siquiera el calor podía conmigo. En el avituallamiento de Les Useres, kilómetro 34, me tapé bien. Volví a untarme en crema solar protectora y añadía a mi lamentable aspecto el pañuelito doble que tapaba la nuca, esencial con sol. Sudaba y sudaba, bebía y bebía y no paraba de correr, cada vez menos y más lento, pero sin pensar, sin dejarme pensar y sin parar de correr, sufriendo a horrores por el terreno y maldiciendo esta estúpida idea del barefoot, del minimalismo y de mi mala cabeza, por haberme metido en un berengenal de este tipo sin estar preparado.
Ya había pasado dos veces « al japonés «, una antes de Les Useres, donde le saqué un minuto, y otra antes del 40. Mientras Er León y yo zampábamos y bebíamos en ese primer gran avituallamiento, lo ví salir con los ojos medio cerrados y una expresión de dolor, pero creí que ambos eran producto de su raza. Luego me dí cuenta de que no iba medio dormido, sino realmente jodido. Me animaba pensar que no iba a ser el último de la categoría de «descalzos» y llevarlo detrás me obsesionó durante un buen montón de kilómetros y me animaba a apretar y correr, seguir corriendo donde podía.
Hasta que ya no pude más, me hinché a pasar gente. En rosario. Me fijaba un grupo de zombies que veía a lo lejos e iba a por ellos. Me impresionaba verlos de lejos, azotados por el sol, con las manos en las caderas y ascendiendo a paso de caracol, arrastrando su penitencia y pecado por esos montes de Levante y moviéndose pesadamente, de lado a lado. Se me ocurría pensar: «Si yo fuera tan mal como este, abandonaría». Pasaba a su lado y murmuraba alguna palabra de ánimo, que me devolvían en algún extraño dialecto klingon. Nosotros nos entendíamos.
Entré, finalmente, corriendo en la meta, empapado y contento, con las piernas intactas y maldiciendo al yonki que llevo dentro que me prometió en los últimos 8 kilómetros que era el último pico que se metía y hoy, después de mi media hora barefoot para soltar piernas, ya pienso en lo que negué siete veces en el viaje de vuelta: Peñalara , allá voy.