Empecé la temporada de competiciones de triatlón este año el pasado domingo 29 de abril en Torre del Mar. Fue, el año pasado, mi debut en aguas abiertas , así que celebraba mi aniversario de entrada a este deporte en el mismo sitio que lo comencé. Me apetecía mucho.
Me gusta observarme (soy hombre) y, sobre todo, pensar en lo que producen sobre mi cabeza los estímulos externos, los nuevos y los repetidos. Las carreras, la competición, está llena de aquéllos y tienen sobre mí un efecto estimulante para el que difícilmente uno puede encontrar explicación, salvo por la inmadurez masculina que consigue que transformemos todo lo que nos rodea en un juego competitivo por la reproducción y la perdurabilidad genética.
En general, pienso mucho en la carrera antes, durante y después de ella y me resulta muy difícil olvidarme del trazado y de todo lo que pasó en ella hasta mucho después de haberla terminado. Escribir sobre ello ayuda a veces a que se te olvide o a fijarlo en algún sitio más escondido.
En el antes , las conversaciones de los demás, su actitud, el largo protocolo previo de acercamiento al momento de la salida, el olor del neopreno, las risas nerviosas, los chistes siempre iguales, ajustarse las gafas, mirar las boyas, volver a mirarlas… todo parece lo mismo pero siempre se añade algo nuevo. En Torre del Mar, el domingo, justo después de formar la línea y de la siempre repetida salida en falso, empezó a llover. Al bombardeo de sensaciones repetidas se añadió la nueva, analizada por mi cabecita loca como otra cosa más para almacenar y no olvidar ya nunca.
En el durante , lo de siempre (siempre lo de siempre) esperar a ese vuelco del corazón al oír la bocina, perder la respiración al entrar en el agua, helada, probar el agua (menos salada, ¿por qué?), echarla por la nariz y quedarte solo en los primeros cien metros. Ver la boya, no vas mal, y luchar contra el cobarde que albergas:
vuélvete, vuélvete, vuélvete, vuélvete, déjalo. No vas a poder salir, esta muy fría, está helada, no sientes los pies, apenas ves nada, vuélvete, vuélvete, vuélvete. Saldrás el último, apenas has entrenado, vuélvete, nadie va a notarlo, todo el mundo lo entenderá, el agua está helada, ¡¡vuélvete!»
y ya estás girando la primera boya, esta vez acompañado, lo cual es una sorpresa. Ya todo cambia, el tipo cobarde se aleja y, ya solo otra vez, puedes pensar en alargar la brazada, en que has entrado en calor, en que ves la piragua a tu lado, señal de que vas el último o parecido, en levantar la cabeza y buscar la segunda boya, perdida otra vez. «¡¡¡Boya!!!», oyes gritar al de la piragua, tan lejos de donde ibas que tienes que recorrer casi la misma distancia que llevas ya hecha. Ahí el tipo cobarde se asoma otra vez:
«¿De verdad vas a ir hasta allí?».
Y vas para girar dejándola a tu izquierda y vuelta a enfilar la orilla, donde llegas siempre pensando en que eres el último, con sólo los jueces que cantan tu dorsal y a los que agradeces alguna palabra agradable.
Luego viene el competir: sales solo del box y no ves a nadie en carrera. Esta vez, para hacerlo distinto, la lluvia en la cara, pero sigues sin ver a nadie. A un kilómetro, paso al primer ciclista, al que animo. En el kilómeotro 7, ya veo venir de vuelta a los dos primeros, seguidos de lejos por un grupo grande. Paso a dos más: mi competición es contra ellos, claro. Y contra mí, siempre contra mí. En la subida, paso a muchos más: todos salieron antes que yo del agua y en la bajada sólo me acompaña un valiente que se lanza cuesta abajo sabiendo lo que hace. En la recta de vuelta al paseo marítimo me deja a ritmo, muy bueno. (BAU, veo escrito en su mono).
Y en la carrera a pie viene la épica. Las zapas me estorban, por supuesto, pero me alegro de llevarlas porque la acera del recorrido es de las de huella estrecha haciendo dibujos entre las losetas donde es difícil para mí correr descalzo. Paso a las dos chicas de mi club, María José y Fátima, segundas ambas en su categorías, que me animan y casi al momento a un chico de camiseta roja que comienza a perseguirme de forma sonora: chof, chof, chof, chof, chof se oyen sus pisadas a las que acompaña su agitada respiración. Lo pongo a prueba sin volverme en dos ocasiones y el chof, chof, chof se atenúa para volver a hacerse cercano al poco rato. Aprieto y el cobarde vuelve:
«Está apretando, déjalo pasar y haz como que no estabas plantando batalla, que no es contigo esta guerra. Total, no viniste a eso aquí»
Pero no veo que me pase y, lejos aún, me invento el arco negro de llegada. «Esto es apenas una serie de mil» -chof, chof, chof, chof, chof- «esto no es nada y voy cojonudo». Pienso en barefoot, lo oigo detrás y me tienta alargar la zancada, apretar alargándola, para demostrar que puedo cuando el chof, chof, chof se hace chofchohchofchofchofchofchof y un grito de ánimo dirigido a mi perseguidor «¡Vamos, David!» me despierta. Aprieto, aumento la cadencia sólo lo justo, pasitos, pasitos, pasitos y David entra detrás, por supuesto.
El después es que no me volví para saludarlo, qué mal rollo, ¿no?. Igual en la próxima él si lo hace, ¿quién sabe?