No abandoné en el kilómetro 80, llegué corriendo hasta él (y fue literal). Quizás sólo la pequeña variación en el enunciado muestra mi actitud ante el hecho de no haber podido terminar por primera vez en mi vida una carrera que había comenzado 17 horas antes y muchos, muchos meses atrás.
Y es que mi sensación está lejos de ser negativa porque, desde muy al principio, ya acerté a ver que no iba a ser fácil terminar y siempre iba temiendo que el próximo control sería del que ya no pudiese ir más allá.
El GTP son muchas carreras. Cada pico, cada subida, y su correspondiente bajada, podrían dar para una crónica individual de las que le gustan a Alvaro: largas como hebra de mala costurera, así que, con tiempo para hacerla corta, seguro que me sale larga.
- ACTO I. Todo lo que va antes de Peñalara
Antes del ascenso a Peñalara, mucho antes, hace meses quizás, yo creí haber hecho alguna carrera de montaña: la Cueva del Gato, Jarapalos, la MiM, la Sierra de Córdoba. Hace casi un año que empecé a trotar por el monte desde esta calurosa Campiña del Sur y no tenía ni puta idea de lo que es una Carrera de montaña. Ahora sé la diferencia.
En el GTP, antes de la P, antes de Peñalara, van como unos 69 kilómetros que a mí se me atragantaron desde el primero al último. Como en el chiste, casi no pude llegar al 70, atragantado en el 69. Antes de la carrera intenté memorizar los picos y avituallamientos con sus horas de corte, sin éxito. Puse poco interés, osado e ignorante. Ahora, después de todos y cada uno de ellos, puedo recitar de memoria los kilómetros que ocupaban cada uno, cuántas bandejas de cacahuetes había en cada mesa de cada avituallamiento y cuántos tragos de agua eché en cada parada. A fuego quedó grabada Guadarrama en mi cabeza y en mis piernas, hinchadas aún tras 48 horas de haber parado de andar. ¡Brutal!
Y Peñalara fue un momento epifánico no porque la subida a La Maliciosa (y su bajada) o La Morcuera (y su bajada) o a El Reventón (sin bajada, aún) fueran picos menores que Peñalara (y su bajada), sino porque hacer cumbre en Peñalara me enseñó qué es una subida, qué es «hacer cumbre», qué es la paciencia y la exasperación, el infinito y el cansancio y cómo se encaja una pesadilla en tu vida real. Una pesadilla de esas en las que nunca dejas de caer, en las que nunca llegas, en la que la puerta siempre está al alcance de la mano, en la que no puedes hablar y te entierran vivo a pesar de tus intentos de abrir la boca.
Antes de Peñalara, antes de la P, ya quise dejarlo. Subiendo La Morcuera, para alcanzar el kilómetro 34, el Tío del Mazo hizo de las suyas con mis piernas y mi cabeza. Como el martillo de Thor, golpeaba, golpeaba, golpeaba y siempre volvía a la mano de su dueño. Cada vez más despacio, cada vez más cansado, cada vez más solo, me animaba ir detrás, justo detrás, de la tercera chica (se lo iban cantando en los controles) y haber dejado en la subida a La Maliciosa a una curtida en mil batallas que contaba «lo largo que es esto» al tiempo que daba detalles, con una humildad que me pasmaba, de su última carrera, de 340 kilómetros. No tuve el valor de volverme a verle la cara, de enano que me sentía.
La Maliciosa fue dura, dura la subida, corta y con mucha, muchísima gente que charlaba por todos lados y algo menos la bajada, que fue veloz, pude con ella en un terreno donde las Merrell aún estaban en condiciones y los pies que las calzaban creían en ellas tanto como en las piernas que estaban por encima. Hasta ahí, casi bien. Con las piernas pesadas y los cuádriceps doloridos, empecé a preguntarme si esa era la sensación que necesitaba tras apenas 10 kms, para convercerme de que pasaría, de que tenía que pasar.
Allí, en esa bajada, técnica pero asequible, empecé a tropezar. Así de sencillo: tropezón tras tropezón. Subía los pies, miraba el suelo, muy concentrado y atento, pero cuando no era el izquierdo era el derecho, cuando no por detrás, era por delante. Muy mala sensación, porque siempre asocio el tropezón al cansancio, que desconcentra y, sencillamente, no te deja levantar los pies. Opto por los «tres pasos en lugar de uno» y bajo la velocidad porque no quiero un accidente, no quiero caerme: soy un cagueta. Y así llego al primer punto de corte, en Canto Cochino, Km 18, para el que daban 4 horas y 30 minutos y yo hago unas 2 horas 30. Voy sobradísimo y me relajo un poco, pero sigo tropezando, resbalando y andando muchísimo. El Collado de la Dehesilla lo subo siguiendo a la tercera chica, donde hace pico en esa posición (y yo cuarta, claro) usando con destreza unos bastones ligerísimos que dobla como bastón de ciego para las bajadas. En la bajada hasta la Hoya de San Blas no puedo seguirla (las piernas no me dejaban ir más rápido). Ahí el terreno, ancho, ya sin árboles pero con una tupida manta de arbustos y vegetación corta y espesa, cierra la estrechísima senda por la que corremos la mayoría, sin ver dónde pisamos. Es donde llega mi momento «oyoyoyoy». Tapado por unas «cintas» tipo esparto, piso una piedra traidora que me hace caer de bruces sin posibilidad del trastabilleo que me había salvado una decena de veces antes. Consigo poner la mano izquierda, sobre la que caígo y de la que empieza manar sangre en abundancia. La herida es profunda y escuece, pero peor es el bochorno, por supuesto. Me levanto rápido, respondo alguna pregunta incómoda y sigo corriendo mientras evalúo las consecuencias: ninguna salvo la herida en la mano, genial. Sigo corriendo hasta el siguiente avituallamiento, el de Hoya de San Blas, donde me alcanza la cuarta chica, vestida de verde. Es el kilómetro 26 y empiezo a comer algo. Un puñado de cacahuetes que se me hacen una pasta intragable y media naranja. Relleno los botes, añado sales a uno de ellos y sigo corriendo. Aún se puede, aún puedo. Comienzo el ascenso a La Morcuera con un pensamiento infame: sé que ahí hay un punto de repatriación, autobuses que te llevan de vuelta a Navacerrada desde ese kilómetro 38. Si ya tenía claro que iba corriendo para alcanzar objetivos casi inmediatos, llegar La Morcuera lo divido en casi microobjetivos de 20 o 25 metros: llegar a la próxima baliza, llegar a ella corriendo, o sólo llegar a ella, se convierte en pequeñas obsesiones que premio con un sorbo de agua. Poco a poco, cambio objetivos: correr cada cinco minutos al menos uno; correr durante 15 minutos; correr, sólo correr, al menos un rato.
En ese estado corono La Morcuera, quizás el avituallamiento más deseado y la llegada más fea de las posibles, a través de un aparcamiento lleno de coches y, al menos, de gente que no paraba de animar. Algunos, con una lista de participantes en la mano, te animaban por tu nombre. Un detalle lindo que agradezco como si yo también los conociera.
Pido una cura en la mano izquierda que me practica un sanitario tatuado al que acompaña su familia, todos majísimos. Como algo más, relleno botes y veo que «la cuarta», la de verde, anda por allí como canturreando, a su bola. Me acerco a un poste donde cuelga el perfil de la prueba con la flecha de «Estás aquí» dibujada sobre el pico correspondiente y le pregunto si conoce el tiempo de corte del próximo control, Rascafría, para el que faltan 12 kilómetros. «No lo sé», me responde, «pero llegamos de sobra», haciéndome partícipe de una seguridad que yo hacía horas que no tenía pero que consigue contagiarme. Como, bebo, me siento a sacarme unos chinos de las zapatillas que me iban matando en las bajadas, me aprieto con fuerza los cordones para evitar que se muevan las zapas y me saco de la cabeza lo del bus de vuelta a Navacerrada, aunque lo miro de reojo ahí aparcado antes de empezar a correr cuesta abajo por la vera de otro tremendo arroyo al que hacen presa un poco más adelante unas rocas y que forma una deliciosa piscina de agua clara y, pienso, helada. Adelanto a una familia que parecen venir andando desde lejos, toalla al hombro, buscando una zona de baño. El padre lleva como puede una bolsa nevera amarilla y, más adelante, una de las hijas lleva abierta una lata de aceitunas rellenas de la que va picando, ofreciendo a su hermana. Son como las dos de la tarde y pienso que aún llegarán a tiempo de comer y bañarse allá donde vayan. Sigo corriendo y corriendo llego, para mi sorpresa, a Rascafría, no si antes perderme en el camino, que hago completamente solo, siguiendo unas balizas equivocadas. Afortundamente, la otra carrera que señalaban, un raid hípico, también llegaba a Rascafría y coincidía en ese tramo con la nuestra. Me lleva 1 hora y 50 minutos correr los 12 kilómetros, por lo que intuyo que he debido hacer más distancia, aunque ya no echo cuenta de eso. Llego al control en 9 horas y ahí, en el kilómetro 52, como algo consistente: un par de minibocatas de salchichón, dos trozos de plátano, uno de naranja y dos sorbos de cocacola. Pido otra cura en la mano, porque la herida tiene muy mala pinta, está muy abierta y el apósito se me despegó hace rato. Me lavo pies y cara en una manguera de agua fresca no potable, me vuelvo a untar con protección solar y salgo corriendo de Rascafría tras una breve charla con un voluntario que me avisa de lo que me espera: «No esperes hacer cumbre en Peñalara antes de 3 o 4 horas». Son las tres y cuarto de la tarde y me quedan los 17 kilómetros más duros de mi vida.
- ACTO II. Peñalara, la P
Peñalara me la presentó mi amigo Juanjo el día de antes desde Villalba. «Eso es Peñalara», me dijo. Lo mismo que tuve que oirle a otro madrileño mientas subíamos a buen ritmo, pero andando, hacia el Puerto de El Reventón: «Peñalara es eso». Me parecía altísima y, sobre todo, lejísimos. En la distancia, era una línea escarpada, gris y agreste que se retorcía en el horizonte. Troto alegre los primeros cinco kilómetros, hasta el inicio del ascenso a El Reventón porque he conseguido salir, aparentemente, de un gran bache físico en el que ya creía haberme hundido definitivamente y porque ya daba por cierto
algo que la noche anterior me había colocado como objetivo fruto del pánico que me invadió tras ver un vídeo del ascenso a Peñalara: Había que llegar allí y bajar de allí con luz de día. Por muy mal que me fueran las cosas iba conseguirlo y eso me animaba. Otros corredores con los que pegaba la hebra en el asecenso, se alegraban de lo mismo y daban como una victoria memorable el que íbamos a llegar allí de día: «luego, ya puedes relajarte y hacer lo que quieras. En La Granja te sientas en una terraza, te tomas una cerveza y sigues». No me veía yo tomándome una cerveza y siguiendo, aunque más bien lo que no me veía era siguiendo.
Encontrate en un sitio como El REventón un par de carpas de avituallamiento con gente que casi te trata con cariño, te hace sentarte y te riega con un bote es una especie de paraíso. Al acercame le digo: «Creí que érais un espejimo», porque el paisaje ha cambiado tanto y es tan violento y frío, que una muestra de humanidad ahí en medio sólo podía ser fruto de una mente enferma. «¿No te sientas», me pregunta una chica amabilísima. Farfullo una excusa incomprensible pero acabo por sentarme un rato. Le pregunto por el control y me dice: «ESTá aquí al lado, justo arriba, como a media hora». Pienso en una broma fácil: todo aquí está ahí arriba o un poco más arriba. Paso por el control, dejando atrás el kilómetro 62 del avituallamiento pensando que sólo quedan 7 para Peñalara y a partir de ahí comienza otra carrera. En el control, alguien se mete con mis zapatillas «de triatlón, malas para la ocasión». No me defiendo y oígo algo así como que quedan 4.5 kilómeotros para la cumbre que ya se ve al alcance de la mano. A pesar de mis esfuerzos por fijar la vista, no consigo ver a nadie ascendiendo. «¿Por dónde se sube ahí», pienso. «¿Por qué no hay nadie ahí delante?». Todo a partir de ahí es como una pesadilla. Apenas asciendes un tramo de unos 150 o 200 metros, donde piensas que debe acabar el ascenso, aparecen unos metros de llaneo, una valla de piedra y otro ascenso en el que, ahora sí, puedes ver a lo lejos una especie de hormigas con camiseta naranaj, roja, blanca o azul que suben pesadamente por una ladera que, a esas alturas, te parece imposible que se pueda subir pero a la que llegas y subes. «Esta vez, ya se acaba», piensas, pero es mentira. Vuelves a ver a las hormigas, cada vez más lejos, que siguen subiendo para acabar, ahora debe serlo, justo ahí arriba, a donde llego a cuatro patas y tras un esfuerzo que ya no creía que pudiera hacer. Sentado tranquilamente justo al final de ese tramo, un tipo delgado y lleno de pendientes nos anima y nos dice que sólo nos queda «ese repechín de nada». Siempre queda algo y siempre hay que subirlo. Tras un ejercicio de equilibrio y osadía a través de una especie de rompeolas de secano, donde todas las piedras se movían y el pánico me hace temblar más que el dolor de piernas, llego a la cumbre, donde hay algunos corredores que descansan. Uno de ellos, con sonoras arcadas, no consigue arrojar nada, mientras otro se retuerce de dolor de estómago. Tranquilamente, nos pasa en la dirección opuesta un voluntario que nos pregunta: «¿Dónde está ese al que se le ha salido el hombro?» y sigue caminando en su busca. Cuando consigo entender la pregunta empiezo a pensar que qué coño va a hacer un tipo, solo y a brazo pelado, con ese otro de hombro salido. Cuando me doy cuenta de que no estoy en una canción de Bob Dylan es cuando empieza la bajada. La última bajada que, sí, ¡lo conseguí!, hago de día. Son las 20:30 cuando empiezo a bajar de Peñalara y aún me quedaban otros 11 kilómetros para saber qué hacer.
Bajo a trompicones, andando como un viejo, con las piernas doloridas a más no poder y mi ritmo es insultante para el concepto «ritmo». Cuando consigo dejar atrás esa bajada, cruzo otro de la centena de arroyos que hemos cruzado y donde, sin pensarlo, bebo directamente como una vaca- Consigo despegarme, literalmente, la zapatillas de los pies y los hundo el agua helada. En la zona interior de los metatarsos, digamos que debajo de los dedos gordos, llevo notando cómo se formaban dos ampollas del tamaño de una moneda de cien pesetas de plata y ahora veo como la piel, rosada y lisa, está lista para la ampolla. Me seco, sacudo las zapatillas y en esto llega otra corredora que no se lo piensa dos veces y hace lo mismo, aprovechando para cambiarse de calcetines y renegar una y otra vez de este maldito sufrimiento que no nos lleva a nada. La tranquilizo y le digo que es un pensamiento típico a estas alturas de carrera, pero lo niega todo y jura que no volverá jamás. Por supuesto, no la creo, pero no trato de convencerla. Me calzo asegurándole que me pillará dentro de poco y que sigo adelante junto con otra chica que acaba de llegar y con la que hice cumbre en Peñalara. A ella le costó aun más la bajada.
Decido que un gel, el primero en quince horas, me puede venir bien para lo que me quede, así que me lo zampo con casi un cuarto de litro del arroyo y me sienta bien. Ya son las 21:30, la hora teórica de encender los frontales y la luz de posición trasera, pero sólo enciendo la roja de atrás y dejo que mis ojos se vayan haciendo a la oscuridad poco a poco. Cuando ya está oscuro, me pilla la segunda corredora, con la que hago andando y hablando un buen trecho. Es también triatleta y no para de hablar, emocionada como está porque acaba su primer ultra en La Granja, donde tiene su fin el GTP 80. La verdad es que la muchacha se muestra paciente conmigo. Aunque no me quejo, mi andar cansino y lento, la aburre hasta que, respetuosamente, me dice: «Te voy a pasar, ¿no te importa, no?».
En ese trazado resbalo otra docena de veces. Las zapas han dado toda su vida útil en esta carrera y mis piernas también.
Llego corriendo, por las calles de La Granja, hasta el avituallamiento con una decisión casi tomada: no quiero seguir. No puedo dar un paso más. Estoy agotado desde La Morcuera y no puedo ni siquiera pensar en salir andando de esa carpa. Mando un SMS a mi mujer diciéndole dónde estoy y que sopeso dejarlo aquí: «No te esfuerces más allá de lo necesario y haz lo que debas», me dice como si ella fuese San Agustín. Me doy una oportunidad más. Ceno tranquilo, como jamón y vuelvo a beber Coca Cola. Pregunto dónde puedo cambiarme de ropa y me pongo unas mallas piratas, una camiseta limpia a la que coloco el dorsal y le pido a las sanitarias que me miren los pies y me curen la mano.
Los pies son un poema: hinchados como botas y llenos de heridas de las rocas y las propias zapas, las dos ampollas del tamaño de un Phoskito y mis dos uñas nacientes que les dan un aspecto patético. En estas, empiezo a temblar de frío. Los dientes me castañean mientras me curan la mano y la sanitaria me pregunta: «¿Vas a seguir?». «Me lo estoy pensando», le digo. «Tú sabrás», es la respuesta.
Me coloco la mochila, me pongo las zapatillas, que casi no me entran, me las aprieto y salgo andando de la enfermería. Al intentar subir un pequeño escalón, se me dobla la rodilla izquierda en algo así como el paso de baile inventando de un borracho que desconoce su estado e intento andar unos metros… Me vuelvo a sentar, me quito el dorsal y le pregunto a un voluntario qué debo hacer con él. Me lo recoge sin más protocolo, sin humillarme ni animarme, sin una pregunta y sin un consuelo. «Entrega el chip en Navacerrada», me dice. Le doy las gracias y pregunto cuándo sale el autobús. Me siento a esperarlo y comienzo a mandar mensajes a mi mujer y a algunos amigos, que me responden casi inmediatamente. A todos les doy las gracias.
- ACTO III. El paisaje
Para un andaluz de la tórrida Campiña, además de un poco moro, el sonido del agua, el verla correr sin fin, el pasar por zonas verdes, sombreadas y llenas de árboles es siempre un regalo inolvidable. En un bosque soy como ese paleto en Madrid, al que todo deja boquiabierto y que con todo tropieza por ir mirando siempre hacia arriba, buscando no sé qué impresión en la altura del ladrillo.
Para mí, para ese andaluz un poco moro, el recorrido del GTP no sólo fue extremadamente duro sino de una belleza cuya descripción es imposible hacer sin desmerecer la realidad del escenario.
Decir que una carrera de montaña puedas hacerla casi la mitad del camino “a la sombra” puede parecer una exageración, pero así es este GTP, lleno de contradicciones y extremos tales como para ser capaz de ofrecer decenas de arroyos que saltar a la sombra de pinos centenarios, de ríos cuya ribera invitan al baño casi constantemente (¡parece increíble que este sea el mismo Manzanares que, sólo unos kilómetros más abajo, fluya espeso y negro como el chapapote!) y de olores capaces de inundar la nariz más bruta, mezclando el cítrico de la retama, que por momentos era un manto de su color, con el del tomillo, agitado por las piernas de los corredores y el propio de la ribera del Manzanares, que a mí me traía recuerdos de mi niñez de aprendiz de pescador fluvial y de zambullidas en el Guadiato, playa de pobres en el verano cordobés.
De pinos, retama, alguna zarza y mullido casi cesped que comían vacas rojas y negras que se asustaban a nuestro paso, entramos casi de repente, camino ya de Rascafría, en un robledal impresionante y tupido que ofrecía claros para el baño en el río Lozoya y donde familias enteras se tumbaban a la sombra, en la orilla, o se tendían como galápagos sobre las piedras que se adivinaban ardiendo, con los pies en el agua. Un poco más adelante, casi ya en el control del Km 52, en el Puente del Perdón, aparecen unas impresionantes piscinas naturales completamente llenas de gente con sombrillas, neveras y toallas que daban una imagen similar a esas piscinas públicas asiáticas que los presentadores de los aburridos telediarios de verano ofrecen al menos tres veces en agosto. Impresionante esa zona de Las Presillas, donde me prometí volver de forma más relajada para darme un baño con la familia.
A partir de ahí, el infierno. La subida a El Reventón se hace sobre una pista ancha y durísima que siempre dejaba ver, allá a lo lejos y sin saber todavía lo que me reservaba, la gran P, la gran Peñalara que se sube, se sube, se sube y se remonta y se escala en tantas veces como piensas que has llegado al final.
Desde abajo, sin ver a la gente que delante de mí caminaba, el pensamiento era: “bueno, allí al menos, no se puede subir. Dicen que ascendemos a Peñalara, pero será un “esquivar Peñalara, porque eso es imposible subir”. Pero, ¡los cojones!, aquí no hay bromas: si se sube, es que se sube.
Antes de iniciar el ascenso, a nuestra izquierda, la peña deja ver en su base la Laguna de los pájaros, preciosa y transparente. Sobre la pared, resuenan los chillidos de unos pájaros negros y pequeños.
La bajada no tengo más remedio que hacerla como un anciano operado de cadera en la Seguridad Social. Renqueando, dolorido, miedoso comienzo a bajar por un terreno lleno de piedras oscuras donde aparecen algunas grandes rocas de color blanco que resaltan sobre el fondo oscuro. Contento por bajar con luz natural, sigo andando muy consciente de lo que aún me queda y deseando terminar esta bajada, sin conocer que aún me quedaba otro trozo aun peor, con terreno lleno de arena y piedras sueltas y donde hay grandes escalones que bajo con las piernas tiesas, sin poder doblarlas.
Llegamos a una zona algo más llana donde ya se adivina allá a lo lejos otra zona boscosa, donde se nos hará de noche. En la puerta de un refugio de piedra con una ventanuco pequeño hay tres o cuatro voluntarios que preparan su cena, tumbados tranquilamente sobre la hierba. “¿Sois el equipo que prepara la puesta de sol?”, bromeo con ellos y me sonríen para decirme que a unos 50 metros hay agua fresca. Ahí es donde me arrodillo y bebo del arroyo que baja de no sé dónde un agua helada y donde no puedo evitar quitarme las zapatillas, despegándomelas literalmente de los pies para meterlos un rato en el mismo arroyo. El agua fría me calma las zonas rozadas, donde ya se adivinan las dos ampollas que son hoy grandes heridas abiertas en la parte interior del pie.
Después de colocarme el frontal y la luz de posición trasera, empiezo a correr por una zona favorable y cómoda y a mi izquierda empieza a ponerse el sol. Una bola naranja y gigante que pronto me tapan las copas de los pinos, que no me dejan ver cómo se va. A cambio, la luz naranja invade el bosque desde mi izquierda manchando de este mismo color los troncos de los pinos, que parecen arder. La visión apenas dura un instante, pero me parece un gran regalo y me alegro de no llevar cámara de fotos, porque prefiero recordarla como pasó, como la ví.
Cualquier diría otra cosa, pero disfruté muchísimo de la carrera.
- ACTO IV. Las zapatillas .
La verdad es que si quieres llamar la atención en una carrera de montaña, no tienes más que calzar una zapatilla delgada sin calcetines.
La primera pregunta sobre ellas me la hizo un corredor al que retuve un rato detrás bajando La Maliciosa: “¿corres con unos pies de gato?”, me pregunta, haciendo alusión al calzado de escalada. Le explico, antes de que me pase, de qué va el rollo minimalista y, antes de que ahonde en el tema, el pobre decide escapar por piernas.
Más adelante, en la subida a El Reventón, un madrileño muy majo me preguntó directamente sobre el concepto, reconociendo una “zapatilla minimalista” en las Merrell. Con éste hablé un poco más del tema, porque él me preguntaba, eso sí. Antes de coronar este puerto me dice: “Bueno, no vayas a decir después que Madrid es feo, ¿eh?, que mira que sitios tenemos”.
Más adelante, también le explico el concepto a otros dos locales muy divertidos que no estaban en la carrera y que venían de zamparse un plato de macarrones, dos filetes y “dos litros de cerveza” y que, por supuesto, también me dejaron atrás después de explicarle por qué corro sin calcetines también en montaña.
La última alusión la tengo de un voluntario en el control previo a Peñalara, que me “riñe” por llevar ese calzado de triatlón para esa zona escarpada. Sigo corriendo mientras le explico que son zapatillas de montaña, pero no me paro a ver qué cara pone.
Y por fin, la evaluación del calzado. Soy consciente de que a todos nos gustan mucho estas Merrel Trail Glove y que sólo he leído críticas buenas sobre ellas, sobre la durabilidad, adaptabilidad al terreno, agarre y sistemas de cierre; pero no tengo más remedio que quejarme de varios aspectos de ellas.
Cierto es que el tute que les he metido en tres meses y medio, probablemente no se lo hayan llevado en ninguna de las pruebas/evaluaciones que he leído por la red y también que cada pie es distinto y lo que se adapta bien a un empeine va mal en otro.
Hechas estas salvedades particulares sobre uso y “fisiología” personales, os enseño efectos y resultados de tres meses largos de uso de las Merrell Trail Glove y tres grandes carreras hechas con ella.
Las zapas las estrené el 13 de marzo pasado. Tres meses y diez días antes del Gran Trail de Peñalara. Con ellas hice los 55 kms del Trail Sierra Morena y los 63 de la MiM , varias grandes salidas de más de 4 horas y muchas, muchas, muchas de 20 y 25 kilómetros. Soy incapaz de calcular los kilómetros totales que pueden tener en sus suelas, pero no veo descabellado que pueda ser unos 900 kms, calculando una media de 70 kms semanales desde entonces.
Los efectos sobre las suelas de mi pisada ya empecé a notarlos muy al principio. En menos de un mes ya tenían una zona de desgaste muy marcada en la parte exterior delantera, la misma donde está la marca en amarillo y la misma que me traje de Guadarrama completamente perdida en la zapatillas izquierda.
La zona delantera, la de los metatarsos es, lógicamente, la que más ha sufrido en Peñalara y en todo este tiempo. Sé que llegué a Madrid con una zapas que no estaban en condiciones y el propio terreno se empeñó en demostrármelo. Resbalé y resbalé en todo tipo de terrenos donde se podía resbalar, pero no hay que achacárselo a las pobres zapas, sino a mi mala cabeza: sencillamente tendría que haber ido con calzado nuevo.
El estado de las suelas lo podéis ver en estas fotos, así como la zona interior delantera, donde se ha despegado la suela de forma considerable.
Sobre el interior, también tengo quejas aunque, repito, seguramente tenga que ver más con mi propia forma del empeine, gordo y ancho, que con la propia zapatilla. Los ojales metálicos que ajustan los cordones justo al final de la lazada me causaron estas dos heridas, gemelas, en la misma zona de cada uno de los pies. Un punto menos para ellas (o para mis pies).
De las ampollas os ahorro las fotos, pero coinciden con la zona que se ha despegado delante.
A pesar de todo, no tengo ninguna duda de que el minimalismo es el camino y de que este es el calzado adecuado. 80 kms de montaña sobre estas zapatillas con efectos mínimos sobre las plantas de los pies o cualquier otra parte de la musculatura lo demuestran y un par de heridas en cada pie después de 17 horas sobre ellas apenas me parecen efectos mínimos sobre ellos.
La mala noticia es que me he quedado sin zapas aunque la buena es que creo haber cumplido mi transición al minimalismo con una gran carrera de montaña.