La de este domingo ha sido una carrera especial porque ha cerrado un círculo que empecé el 2 de octubre del año pasado.
La del año pasado fue mi vuelta al ring. Después de años sin ir a carreras y de algunos menos de practicar deporte con intensidad, en 2011 decidí volver a participar en una carrera popular en esta gran carrera cordobesa.
Semanas antes ya había empezado a practicar la técnica minimalista de carrera y, aunque corriendo calzado con mis Asics Nimbus que luego acuchillé, fue la primera carrera larga que hice pensando plenamente en la técnica barefoot de caída sobre los metatarsos en lugar de talonando y fue también mi última carrera de asfalto con calzado acolchado.
Desde entonces, mi progresión hacia el barefoot ha sido lenta pero segura, con momentos que han ido mezclando la duda con las certezas, para llegar hasta donde estoy, aunque sin haber llegado aún a ningún sitio concreto.
No ha sido mi primera prueba popular descalzo, pero sí las más emotiva. Además del gran número de corredores que participaron en ella, batiendo el récord de una carrera popular en la provincia con 880 personas terminándola, el hecho de volver a correr junto a Luis Rodríguez (con el que ya corrí esta otra carrera ) y hacerlo por vez primera con José Antonio Marqués Vilaplana (Vila) me resultó muy emocionante.
Ambos son dos enormes deportistas que han logrado casi todo lo lograble en su afición, con marcas “top” y tantas horas y kilómetros de dedicación que a cualquiera de nosotros nos haría falta empezar de nuevo esta vida para llegar a acercarnos a ellas. Y aún así sería imposible, porque ellos no descansan nunca: sencillamente siguen y siguen y siguen en busca de algo que sólo ellos saben que encontrarán al final de un camino pedregoso o en el fondo de algún charco profundo donde se puedan hacer unos largos.
Tenerlos a mi lado todo el camino, sacando de mí lo que desconocía que llevaba dentro con constancia, ánimo, conversación y fuerza es algo que sólo dos grandes son capaces de hacer con una bolita de grasa descalza que era yo a su lado. “¡Venga, Pepe, esta es tu subida!”, decía Luis. “¡Atrévete, arriésgate, Pepe, no te quedes con la duda!” me volvía a decir cuando le pedía bajar el ritmo. Era él el que no tenía dudas sobre mí y, tan orgulloso de mis pies descalzos como de que fuésemos adelantando a corredores por todos lados, sólo tenía ojos para mí, siempre tirando, siempre preguntando, siempre alerta a cualquier desfallecimiento.
Si Luis iba ahí delante siempre Vila, detrás, me corregía la pisada, me empujaba sólo un poquito cuando el GPS se ponía chivato y se dedicaba a envenenarme con sus predicciones de marca (“Vas para 1:38”, “vas para 1:39”). A mí el veneno me hacía su efecto y no podía aflojar, sólo de pensar que sí, que podía hacer el mismo tiempo que el año pasado con zapatillas, que era el objetivo inicial.
Tras una pequeña subida de unos 400 metros, de esas que te pueden arruinar el final de una carrera y el llaneo posterior, los corredores palmaban como moscas, incapaces ya de recuperar el aliento para esos cuatro kilómetros que yo ansiaba hacer a toda leche toda la carrera.
A lo lejos veo a una chica rubia, coleta en danza, que nos había dejado atrás en los primeros kilómetros y que, no me cabía ya duda, íbamos a alcanzar antes de meta y delante de ella, la larga y delgada figura de mi amigo Paco Guerrero, con el que comparto coche a diario y del que sé lo en forma que está de comentar a diario los entrenamientos y con qué fuerza está llegando a sus finales de carreras. Así que ahí el veneno me lo inyecto yo solo. Lo veo cruzar el kilómetro 17 como a unos 400 metros y preparo la estrategia de caza (caza de persistencia), subiendo cadencia y ritmo para ponerme no sé ya a qué velocidad, pero reservando lo justito para que, al pasarlo, pueda volver a subir la velocidad, no sea que le quede aún resuello y tiré tras de mí para ahogarme.
Pasamos ya el kilómetro 18 y aún no he pillado a Paco ni a la chica rubia, que ya le pisa lo talones a él. Al momento, Vila me dice “ya no puedes guardarte nada, nada, así que dale”. Y eso hago. Para la sorpresa de Luis, doy un apretón salvaje con intención de pasar a la rubia y a Paco casi a la vez. Ella nos anima al pasarla (sabe quiénes somos) y yo le digo a Paco tocándole los riñones: “Lo último que te quedaba era que te pasara un tío descalzo” y aprieto ya todo lo que puedo ajustando mi pisada con fuerza a la línea blanca de la carretera.
Atrás, tras el apretón, he oído a Luis decir que se queda, que le ha vuelto a dar algo que parece ser una rotura fibrilar en el gemelo que no es nueva y que no puede seguirme. Vila se queda con él y yo ya no dudo en que haré solo lo que me queda de carrera.
A 500 metros de la meta («2 minutos, Pepe, 2 minutos nos quedan») me alcanza Vila y me habla de Paco “tu compi viene ahí atrás, pero va fundido”, lo cual me tranquiliza porque no quiero mirar atrás y no quiero que me pille. Vila se vuelve y ve a Luis que se esfuerza por alcanzarnos. “Si paramos un poco, nos alcanza Luis y entramos juntos”, dice. Cosa que, por supuesto, hago. Aflojamos un pelín, se incorpora Paco y, por fin, Luis, para entrar en meta los cuatro juntos, nosotros tres abrazados.
Una grandísima experiencia deportiva de cuya emoción aún no he podido recuperarme porque, de nuevo, lo importante en una carrera han sido las personas.
Al final, 1:38:20. 2 minutos y 31 segundos menos que mi mejor marca en esta carrera, la del año pasado.
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