Obligado ante la amenaza, no me quedó otro remedio que colocar a parte de la entrada principal este rico anecdotario del Trail running Sierra Morena 2012 . Seré parco:
En la salida, con las bicis ya lanzadas y mis zapas aún puestas, se me acercó otro «minimalista» calzando unas NB Minimus, un modelo del año pasado, según me dijo él, justificándose sobre el «talonazo» que llevaban. Entrenaba con Five Fingers, me dijo, pero usaba éstas para trail. Llevaba una equipación de Deportemanía y estuvo en el trail de Los Güajares. De nombre, Juan. He buscado en la clasificación y entró el 130, con 7:47. Un crack de la tribu, ya se ve.
Los primeros 4 kilómetros, hasta salir de la ciudad, los hice descalzo. Fueron, junto con los 500 metros finales, los más placenteros del recorrido. ¿Comentarios a mis espaldas?. Al principio, a un grupito de chicos y chicas corredores les oí: «Sí, eso se ha puesto ahora de moda». Más adelante, ya calzado, otro al que pasé en una subida muy temprana me dijo: «Eso es trampa, ahora vas y te pones zapatos…». Le prometí quitármelos para volver a darle ventaja.
Entre el kilómetro 10 y 15, el trazado se hacía por una senda ascendente muy técnica y estrechísima que hice completamente en solitario. En algunas zonas, la vegetación típica de la zona, con muchas zarzas, te cubría por completo y el suelo, con muchos, muchísimos huecos, rocas, piedras y raices estaba mojado y a veces con charcos llenos de agua que procedía, luego lo ví, de una exquisita fuente (por supuesto, me paré a beber) con un chorro fino que se escapaba y mojaba todo el sendero. Intenté evitar todo lo que pude mojarme los pies, pero metí el izquierdo hasta el tobillo en un charco en determinado momento para que las Merrell me mostraran otra de sus cualidades: se secaron antes de llegar al 15, arriba del todo. O las sequé después en la arena, ya no lo sé.
Entre los kilómetros 20 y 22 me pasaron dos chicas muy en forma (¡¡todas las trailrunners lo están, son increíbles!!) que venían juntas. La que más fuerte iba me preguntó por las Merrell, que las había visto en una revista y le gustaron. Le dije de lo que iban y opinó contundente: «Yo necesito amortiguación, ya no las quiero» y se piró lanzada hacia arriba junto con su amiga que la seguía a duras penas.
Camino del Km 28, justo antes de cruzar un arroyo, un tipo de la organización se lanza tras de mí gritando: «Espera, tío, espera, que te lo tengo que preguntar: te he visto antes en el km 15 y no me lo podía creer, ¿cómo coño puedes correr con esas zapatillas?. Tío, que tú debes pesar 80 kilos o más, ¿no?» -ahí, tendría que haberle dado una hostia, pero el tío estaba fuerte que te cagas- Para rematar la faena se ofrece: «Te lo digo por si quieres que te las cambie por las mías, que no puedes ir cómodo con eso», me dice mientras me enseña su Salomon amarillas y rojas preciosas y limpias. Le dí las gracias, crucé el arroyo sin mojarme y salí corriendo a buscar el km 28.
Poco antes de ese avituallamiento me encuentro tirada en el suelo, con las piernas levantadas por otro corredor bastante mayor pero muy en forma, a la que peor iba de las dos chicas de antes. Nos paramos dos o tres más con ellos, hicimos las preguntas de rigor, la chica se levanta, rogándonos que la dejemos y que nos vayamos. El corredor mayor se sacrifica y se queda con ella con una frase contundente: «La aventura es estar aquí, no importa cuándo lleguemos». Poco después, me pasan los dos a un trote ligero, aunque ella seguía tocada y él la animaba a beber y le echaba agua por la nuca. Los adelanté de nuevo antes del avituallamiento del 28 y ahí dejé de verlos, creo que ella abandonó. No lo sé con certeza.
Nada más salir del último avituallamiento, en el kilómetro 46, veo a lo lejos cómo sube la cuesta de asfalto caminando la otra chica, la que me preguntó por las zapas. Intento correr para acercarme a ella todo lo que pueda, pero desisto pronto. A continuación, empezaría mi infierno.
A partir del kilómeotro 46 se suceden tres subidas «míticas» donde estaban escondidos El tío del mazo , su primo y el de la moto, ¡qué jodíos!. Uno detrás de otro me sacudieron, ¡zas, zas y zas!. Me dejaron agotado. Caminaba pesadamente y un «andador» al que había pasado yo por primera vez en el kilómetro 32, me volvió a pasar sin despeinarse. Poco antes del km 50 lo vuelvo a pasar corriendo y me pregunta: «Pero, ¿te quedan ganas de correr?». «Si fuera por ganas», le digo, «lo hubiera dejado hace horas, aquí se trata de que la cabeza pueda más que las piernas». Volvió a pasarme, andando, mientras le pegaba la bronca a quien sea por el móvil porque no pensaban esperarlo o qué se yo. No volví a verlo.
«Los tres últimos son de bajada, ¡no?». Oigo la conversación entre dos bikers después del cartel de 5 kms a meta, aunque yo no me creo nada. Es más, no sé de qué me va a servir a mí una bajada a estas alturas, pero sigo y echo a correr.
Aquí me adelanta, y lo veo irse ligerísimo, el corredor que se había parado con la chica flatada. Me da ánimos, que recibo y agradezco, para desaparecer lentamente como una visión amarilla.
Llegamos a una zona de asfalto que, de forma equivocada, confundo y creo me llevará a la meta sobre esta superficie. Me descalzo y corro unos 500 metros así hasta que me doy cuenta de que quedan aún 2 kilómetros (algo más) de carril pedregoso. Me paro a calzarme y me pasan varios corredores (literalmente, a esta alturas, me la suda la clasificación) y es donde las Merrell muestran su peor característica: ponérselas es un puto suplicio, incluso para empezar, así que después de casi ocho horas y los pies llenos de una mezcla casi dura de tierra roja y sudor se convierte en una pelea que no estoy dispuesto a ganar, así que ni siquiera me las ato. Corro los dos últimos kilómetros con los cordones desabrochados, esperando el último trozo de asfalto para volver a descalzarme.
Llegando a meta, ya veo los arcos, casi no hay gente. La carrera ha terminado con casi la mitad de los runners por llegar y ni el de la cerveza nos ha esperado. Justo antes de llegar, antes del primero de los tres arcos, el corredor mayor, el que se paró con la chica flatada, se asoma por encima de una valla y se desgañita animándome. Es el único al que oigo y me reconforta que me reconozca. Le doy las gracias y cruzo la meta, piso la alfombra del sistema de control, acerco la mano derecha a ella y deposito la zapatilla donde llevo el chip, suena el bip. He acabado…